Comentario
De cómo teniéndose vista de tierra de Filipinas, tuvo la nao muchos peligros, y cómo se surgió en un buen puerto
El piloto mayor iba por sólo noticia y sin carta en demanda del cabo del Espíritu Santo, primera tierra de Filipinas. Domingo al romper del día se vio tierra, corona de un alto cerro, y no pareció otra cosa por la cerrazón que había. La tierra se pregonó con tanto contentamiento como si se hubiera llegado al cierto y seguro descanso. Unos decían: presto oiremos misa y veremos a Dios: no hay que temer la muerte sin confesión, porque ésta es tierra que pisan cristianos. Con estas cuentas y la grande alegría, ya parecían otros los que venían tales que no se podían tener en pie por flacos, y tan faltos de virtud, que con sola la armadura parecían la propia muerte: y así traían por refrán decir, que no querían sacar a luz más de los fustes apuntalados. Luego pidieron doblada ración de agua, por ser su falta la que más guerra les daba; mas el piloto mayor dijo no se diese más que la tasa, por ser muy poca la que había, y que hasta surgir todo era navegar.
Llegados que fueron a tierra, se vio una abra en costa de Norte-Sur. Dio la gente en decir era el embocadero y que se entrasen por él, pues Dios les había hecho tan señalada merced, que de punto en blanco se había dado con él. Este parecer era el suyo, porque había un soldado que en los tiempos pasados había hecho aquel viaje, y lo certificaba a todos. íbase costeando la tierra por si se hallaban señas que fuesen de satisfacción. El viento era Lesnordeste y mucho, la tierra estaba anublada; el sol cubierto, y no se podía pesar. Al piloto mayor no le pareció aviso ir más adelante, ni menos entrar por un lugar tan peligroso, donde una vez entrado no se podía volver atrás por viento contrario, pocas fuerzas de gente, y mal aparejo de nao. Por esto la mandó virar a la mar, y por ver si aquella noche podía conocer la altura por la estrella, o el día siguiente por el sol, para estar cierto de que acertaba.
Volviéronse a persuadir que embocase, y él a ellos que tuviesen un día de más sufrimiento en caso que no les iba menos que las vidas, y al soldado preguntó por muy menudo las razones de que se satisfacía de ser aquél el embocadero buscado; y las que dio fueron tan lejas de la verdad cuanto él estaba cerca de mal mirado, y con todo, éste y otros daban sus pareceres a la gobernadora. Hacían sus corrillos, y decían que el piloto mayor no sabía gozar de tan buena ocasión como le ofrecía el tiempo; y a todo esto respondió que ninguno deseaba más la salvación de aquella nao, a cuyo cargo estaba el buscar puerto con la pena al ojo de la honra, y cuanto a la vida todos eran parejos; y que pues Dios había sido servido de traerlos allí también lo sería de que él los llevase a Manila, y si no que hubiese quien le descargase y se obligase, pues no haría mucho si tan ciertos estaban en lo que decían.
También la gobernadora decía que aquella debía de ser la boca, pues todos así lo decían. El piloto mayor la dijo que le dejase hacer como entendía su oficio, o si no que mandase lo hiciese otro, porque él sabía que acometer aquella entrada, en que veía no tiene disculpa un yerro tal cual lo sería si el navío tuviese algún mal tope en lugar que lo fuese sin remedio: y ¿cómo se podían salvar en sola la barca los muchos enfermos, mujeres y niños como había? Y cuando todos se salvasen, ¿cómo se podrían sustentar ni caminar? Y ¿qué certeza tenía ser de paz aquella tierra? Y cuando lo fuese, ¿cuánto mejor era procurar conservar aquella nao que estaba cierta, que no buscar después en duda embarcaciones para poder ir a Manila, que distaba de allí cien leguas? Y más, que venía la noche y picaba la necesidad de hacerse afuera. Al fin la nao fue virada, y velada con el cuidado que pedía noche sin luna.
Venida el alba, se volvió a buscar la tierra, que no se vio por mucha neblina, a cuya causa se levantó contra el piloto mayor suma de murmuraciones. Decían que a todos los había de ahogar de una vez, y que mejor hubiera sido haber embocado cuando se lo dijeron, que no arriesgallos. De nuevo volvióse a ver la tierra en parte que hacía un cabo, que por estar algo a barlovento, se puso boneta, y se metió dello cuanto se pudo, con intención de ir costeando la tierra, la sondalesa en el brazo, y en la mano el escandallo, para en hallando fondo, surgir luego y elegir lo que más pareciese convenir. Hízose la verga arriba: rompiéronse las ostagas: cayóse la vela abajo, y la gente, que estaba ya aburrida, desconfió de manera que no querían ya el remedio; mas al fin, obligados de buenas razones y de unos bajos que a sotavento parecían, fue la verga levantada, y con unas bozas amarrada al mástil para que se detuviese. Rompiéronse las bozas: volvió a caer la verga, y para volverla a izar fue menester lengua y manos. Aquella noche había habido grandes olas, y al presente era lo mismo; y como la nao con la proa al viento trabajó tanto, la jarcia se rompió toda casi, en especial la del trinquete a quien no le quedó amante, y sólo un obenque por banda. Casi tan desacompañado parecía el árbol, que al primer balance había de tronchar; pero era bueno y tuvo firme; que firmeza es menester en todas cosas, porque sin ella todo vale poco, o nada.
Por los arrecifes vistos, decían que eran las Catanduanes, que los tiene, y que había de zozobrar la nao en ellos y perecer todos; y si escapase alguno a nado los indios lo habían de flechar como a San Sebastián, que lo sabían hacer muy bien. Otros decían que estaban entre ellos y la isla de Manila, en parte donde la salida era imposible. Otros que el embocadero se quedaba atrás, y que el piloto mayor tenía la culpa. otros decían que varase la nao, muera el que muriere, y otras cosas tan desconcertadas como éstas, bastantes a desconcertar al más concertado.
La gobernadora en su retrete pareció que se estaba concertando con la muerte. Unas horas en las manos, puestos los ojos en el cielo, echando jaculatorias, y tan afligida y llorosa como todos. El piloto mayor se quejaba de no poder hacer lo que entendía. Los unos hervían, los otros se mostraban tristes, y todos tenían los ojos en el piloto mayor con quien era todo el tema. Preguntábanle qué tierra era aquélla, o a dónde estaban, entendiendo que sólo bastaba verla allí para que sin más ni menos la conociese; pero al fin, de todo esto y mucho más que se deja, tenía la culpa el soldado que por práctico de aquella tierra se vendía, y parecía que algún espíritu se había aquel día encastillado en él para dar a todos muerte, si Dios no guardara un juicio.
Dijo el piloto mayor: --¿Qué es lo que queréis que os diga? Esta tierra, yo no la he visto en mi vida si no es agora. Tampoco soy adivino; el cabo del Espíritu Santo vine a demandar. Aquí debe de estar dos leguas más o menos. Bien veis que la tierra está cubierta de nieblas y lo mismo el cielo, con que no me puedo aprovechar de mis instrumentos. Agora iremos costeando y a donde viéremos puerto o fondo, le daremos, porque la nao no ha de varar por ningún caso. Y dijo a dos marineros, que sin cortar el cable se pusiesen unos brandales al trinquete para sustentarle, y que el otro chicote se atalingase a una áncora para dar fondo donde se hallase. Dieron las espaldas sin responder nada, blasfemando de él.
En este estado estaba la nao y gente, cuando el Señor con los ojos de su clemencia los miró, y fue servido que iba la nao con la proa derecha a una bahía. Luego se hizo el viento largo, con que se entró en ella por un canal, de una y otra parte de arrecifes, que la bahía tiene en su boca. Ya en este tiempo venían a reconocer tres indios en una barangay, y se pusieron a barlovento de la nao sin decir nada. El práctico, que de sólo la lengua lo era, les habló en ella, y sabiendo ser cristianos, se llegaron y entraron a enseñar el surgidero que ya se iba buscando; y en mitad de la bahía se surgió en catorce brazas. El uno destos indios era ladino, y el otro, según él dijo, era el que el inglés Tomás Candi, cuando pasó por allí, llevó consigo para que le enseñase entre aquellas islas sus canales. Preguntóseles qué tierra era aquélla. Dijeron que era el cabo del Espíritu Santo, y el puerto y bahía se decía de Cobos, y el embocadero cerca y la nao en su camino. Preguntósele: --¿Quién gobernaba a Manila? Respondió que don Luis Pérez de las Mariñas, y que estaba por españoles. Preguntóse esto por decirse en el Perú que bajaba sobre ellas el Japón con gruesa armada. Estas nuevas fueron dadas a gente que no había una hora tenían por sentenciados a muerte, y agora a vida. No pudieron encubrir la alegría que tenían de lo que ya se iba gozando. Manifestóse con lágrimas y gracias a Dios, que sabe hacer destas mercedes cuantas quiere a quien se sirve.